Un amor bonito (y el trabajo que cuesta merecerlo)

No sé en qué momento me convencí de que tenía que agradecer por cualquier amor que me eligiera.
Aunque doliera, aunque me hiciera pequeña, aunque me robara la paz.

Durante años pensé que amar era aguantar.
Aguantar los silencios, las migajas, las promesas vacías.
Y en ese aguante me fui perdiendo pedacitos: la risa, la curiosidad, la calma.

Hasta que un día, sin mucha poesía, me di cuenta de algo:
No era que nadie me amara bien, era que yo misma no me creía merecedora de un amor bonito.

De esos amores que no duelen, que no exigen máscaras ni disculpas por existir.
De esos amores que te miran y te dicen “descansa, yo también puedo cuidar de esto”.

Merecer un amor bonito no es arrogancia.
Es trabajo. Es sanarse. Es soltar el drama y el autoengaño.
Es mirarse al espejo y decir: ya no más amores de mierda.

Y no solo hablo del amor romántico.
Hablo de todas esas veces que nos quedamos donde no hay ternura, por miedo a la soledad.
Del trabajo que no nos hace bien, de las amistades que drenan, de las versiones de nosotras mismas que todavía piden permiso para brillar.

Hoy, si me preguntan, prefiero un amor tranquilo.
De esos que no hacen ruido, pero sostienen.
De esos que llegan después del caos, con un té tibio y la promesa silenciosa de quedarse.

Porque sí, merecemos un amor bonito.
Todos lo merecemos.

Ale

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