Primeras páginas de “Sobreviviendo a mi ex”
(Porque sobrevivir no es olvidar, es volver a respirarte sin miedo)

No fue de golpe.
Un día simplemente dejé de revisar el celular esperando su mensaje.
Otro día, su perfume dejó de confundirme con presencia.

Sobrevivir no fue una batalla épica.
Fue una serie de gestos mínimos: volver a dormir del lado izquierdo de la cama, cocinar solo para mí, mirar una película sin esperar su comentario.

Al principio, confundí silencio con abandono.
Después entendí que el silencio también puede ser un hogar.
Es incómodo, sí, pero dentro de él aprendí a escucharme sin miedo a sonar rota.

Hay duelos que no se lloran gritando.
Se lloran recogiendo poco a poco las versiones de una misma que quedaron tiradas: la que rogó, la que perdonó sin razón, la que se prometió no volver a amar.

Y en ese proceso lento y torpe, descubrí algo que nunca me enseñaron: el amor propio también duele.
Duele porque te obliga a mirarte sin disfraces, sin el reflejo de alguien más que te confirme.

Pero duele distinto.
Duele como cuando una herida empieza a sanar: arde, pero es vida volviendo.

La libertad no siempre llega con ruido.
A veces entra despacito, con la luz de la mañana, cuando recordás que tu vida sigue, aunque el amor ya no esté.

Y ahí, entre el silencio y el espejo, me volví a reconocer